Dios se cambia de casa. En un coche de lujo
muy solícitamente guarda la estrellería
del sur. Echa en un saco al ángel principal:
la loza del ropaje afina el festival.
Cuán atareado se halla: por convencer a un brujo
de una residencial, de que la estantería
del juicio amamantó a la percha del mundo
– los grimorios ganzúan la absoluta palabra –,
se le escapa la luz del carro de mudanza,
con primogenitura. (En la tierra, iracundo,
se queja un costurón.) Perpleja, la Balanza
redila los rebaños y la dilecta cabra
apacienta en la nada. Requiriendo su espacio,
la vilhorra, en desquite, trisca en una mejilla
deste Dios distraído que cierta vez nos hizo.
Los torpes serafines tropiezan en un rizo
de Lucifer. Los coros yacen con la vajilla.
Y así entre trueno y trono se desarma el palacio.
Dios mete los edenes en unos cuantos tiestos,
y al fuego del infierno le aplica naftalina.
Los imanes neutrales en un baúl son puestos
junto a la senectud del alma y los anteojos
de Dios. El turbulento bergantín se encamina
por las olas del fárrago hacia la nueva casa.
Antes de abandonar el reino carcomido,
logrando repinarse sin que el polvo despierte,
Dios sube a la azotea a ver si, por olvido,
algo se le ha quedado: y aunque atisba y traspasa
los libres pasadizos, y baldean sus ojos
tejados y buhardas, se olvida de la muerte
y la vida que riñen en un rincón vacío.
Y Dios se va sin verlas, mas siente escalofrío.