Revista de Libros
5 de mayo 2006
Esta obra fue publicada por primera vez en 1976. Hoy, reeditada, mantiene su esplendor y su vigencia, su poder de sugerencia y su maravillosa plasticidad. Entre el enigma y la iluminación, todo en ella nos revela un juego de rigurosidades que nos contacta con zonas extremadamente latentes y hondas del ser, sin hacernos explícita la verdad, pero sí presentándola palpitante del otro lado de la lógica y de la razón. Algo vivo nos asalta desde unos destellos indescifrables y magnéticos, una materia candente nos quema las certezas, un hermetismo de absoluta transparencia y locuacidad nos instala en la región más escabrosa de la lucidez: la de la revelación, esos fogonazos del satori Zen, esa chispa que de pronto enciende la oscuridad y uno puede ver, en un fragmento de segundo, la totalidad y el sentido final de todo.
Lo que sí me temo es que esta valiosísima poesía escape a la comprensión del “gran público”, al que se ha desnutrido con papilllas digeridas, que anda por ahí macilento de cerebro y escuálido de sensibilidad. Pero la culpa no la tiene Rosenmann-Taub. Él cumple con la exactitud y la desnudez: retiene, como expresa, “la sangre y las lágrimas” para aproximarse de un solo vértigo a la escritura del horror y la felicidad. Sin concesiones, verbaliza lo imposible y nos transfiere al mismo tiempo a la eternidad y a la caducidad de toda la peripecia humana. Por lo demás, todo en él suena bellísimo, porque en el fondo es pura conciencia de crecimiento, la pura brevedad de lo absoluto.
“Entre el ropero y el lecho, Dios me mira. Debo callar”. Pero callar “a gritos”, desarticulando al fin las liturgias y los templos para instalarse en el más auténtico de los contenidos finales: el silencio. Porque como continuación del poema anteriormente citado, dice. “... e insistes entre mi esplendor y mi jamás. Callaré a gritos, como Tú”. ¿Poesía religiosa? Yo diría que, más bien, religión poética o poesía como accésit, comunión y consumación: lo que se da en alimento se alimenta a su vez de quien lo consume.
Cito ahora uno de los poemas más bellos de la poesía chilena:
Anoche sorprendí
a Jesús en mi cuarto.
(Centellean los cisnes,
se extinguen y no huyen.)
– ¿Me necesitas? – dije.
Se apoyó en el atril.
– Ella – dijo, mostrándome la nube
del rincón –: ¡sufre tanto!
¿Entonces? Afirmo que no estamos frente a un libro: que estamos frente a nosotros mismos, desnudos como estos poemas, despojados de todo lo inesencial, exactos en nuestras carencias y en nuestra verdad.