Expositor en el Congreso Internacional “Poetry versus Philosophy: Life, Artifact & Theory”, Texas A & M University, The Department of Hispanic Studies, College Station, TX, 11-13 abril 2013.
Hay una antigua noción que corteja nuestras noches, una certeza que acecha los días, un saber repentino frente a los espejos y las distracciones, un encono súbito cuando el instante parece eterno: nacemos para morir. La poesía y la filosofía no hicieron más que atestiguar ese lugar común de la sombra. Desde el memento mori y los versos de Quevedo “En el Hoy y Mañana y Ayer junto / pañales y mortaja” hasta la idea de “la muerte propia” de Jens Peter Jacobsen, que Rilke perfecciona y recuerda que para sus antepasados cada uno llevaba “la muerte dentro de sí como el fruto su semilla” o, en fin, la certeza de Georg Simmel: “la vida sería desde el nacimiento y en cada uno de sus momentos y cortes transversales una distinta si no muriésemos” y el Sein zum Tode de Heidegger. El poeta chileno David Rosenmann-Taub declaró: “Una de mis composiciones pianísticas es ‘Morir para nacer’. Una diaria experiencia: para nacer el martes, usted tiene que morir el lunes. Todos llevamos el cadáver de nuestro pasado. Ser mañana me exige morir hoy”. Esa convicción, que el poeta confesó haber adquirido escuchado a su madre la ejecución en el piano de los “Estudios sinfónicos” y el “Carnaval” de Schumann y lo hizo acostumbrarse a la idea de que lo que más quería iba a desaparecer, se expande en su poética bajo la noción de agonía, en cuyo étimo se halla el vocablo griego ágon, lucha. En Rosenmann-Taub la agonía de la muerte es una agonística.
Ese carácter aparece en la serie fundamental de su poesía: Cortejo y Epinicio, que conforma ya una tetralogía (Cortejo y Epinicio, El Mensajero, La Opción y el próximo La Noche Antes). El vocablo cortejo, que reúne ambiguamente el dulce asedio amoroso y el homenaje fúnebre que despide a un muerto, alcanza una complejidad mayor al unirse al vocablo epinicio: se refiere a las odas laudatorias o cantos triunfales que se cantaban al paso de los deportistas vencedores en los cuatro certámenes de los juegos Panhelénicos, en la palestra o en el pugilato, en las carreras a pie o a caballo. Son célebres los compuestos por Píndaro. La realidad prefiere la simetría y los falsos anacronismos: como la tetralogía de Rosenmann-Taub, han llegado a nosotros precisamente cuatro libros de epinicios, y su estilo suele ser calificado de hermético y dificultoso. Pero hay otro matiz para ese vocablo: las fiestas olímpicas habrían tenido su origen en juegos funerarios, como los que la Ilíada describe en honor a Patroclo. Habría, entonces, una conexión primitiva y esencial entre el cortejo fúnebre y el epinicio vinculada también a lo agonal, la lucha. La antigua agonística era celebrada en su dimensión religiosa: el poema, el epinicio, presupone el triunfo y se consagra a festejarlo, porque los agones lucharon para llegar a la perfección de su humanidad según el modelo del mundo divino. El fondo de esta lucha vital es la muerte o, mejor dicho, la nada como ruptura de toda continuidad y de toda identidad. Esa nada es una condición de existencia, la de ser nada: “Hechos de nada: somos nada: nosomos”, escribe Rosenmann-Taub. Por ello, en su poética la agonía se vincula a la agonística y por ello no hay en esa latencia de la muerte en la vida una pasividad sino una lucha de contrarios, es decir, un antagonismo irresuelto y simultáneo.
La agonía es un motivo del mundo judeocristiano que el poeta retoma una y otra vez, como puede verse en un poema fundamental, “Schabat”, incluido en Cortejo y Epinicio, 1:
Con los ojos sellados, vesperal,
ante los candelabros relucientes
de sábado, mi madre. La penumbra
lisonjea sus cuerdas. Desfallece
la hora entre las velas encendidas.
Los muertos se sacuden – fiebre –: huestes
de fiesta, sin piedad, cual candelabros,
peregrinan espejos. Desde el viernes,
avara, la agonía. En los cristales,
atolondrado de fragor, el sol,
filacteria de adiós, cree soñar.
La casa es un sollozo. El horizonte
cruza la casa: rostro del crepúsculo
ido entre lo jamás y lo jamás.
Aquí se combinan dos tradiciones. El origen judío del poeta aparece unido a la figura de la madre y a la escena de las velas encendidas del viernes por la noche para iniciar la celebración del Schabat –el descanso hasta la noche del día siguiente–. Pero también concurre en él “desde el viernes, avara, la agonía”, es decir, se combinan allí los preparativos para el Schabat con la noche del viernes santo de la Crucifixión de Jesucristo. En la exégesis que el poeta realiza del poema en Quince, se lee: “El Sábado –Schabat-, corolario del día –noche-, del asesinato del Mesías. El Hijo observa el dolor inmaculado –Mi Madre–. (…). Ella evoca –invoca– la Crucifixión y desfallece: Viernes –viernes–: en la Pasión, ante la hueste homicida (…). Desde ese Viernes, agonía”. La figura del Hijo alude a Cristo, pero también al otro hijo que es “el Poeta”, ya que la figura materna atraviesa la subjetividad: “Mi madre, más ‘yo’ que ‘yo’, se esfuerza en ‘traer’ a sus –mis– muertos al ahora”. Principio y final: etapas del “preñado comienzo”.
Así, la muerte en el ahora no sólo evoca el final sino también el origen. Esa paradoja abre una lógica propia de la poesía de Rosenmann-Taub: la de los antagonismos simultáneos y a la vez irresueltos: “Simultaneidad de antagonistas: ‘dos’: convivencia de vigilia y sueño: el sueño en la vigilia: vigilia que sueña: dormir en vigilia: soñar despierto”, escribió. Los antagonismos atraviesan numerosos poemas, de un modo u otro. Por ejemplo: “El duelo de la luz: la luz del sueño: / el sueño de la luz: la luz del duelo”; “Acabo de morir: para la tierra / soy un recién nacido”; “tiene sentido sólo el sinsentido”; “para penetrar todo, expresas nada, / perecederamente indómito. / Para penetrar nada, expreso / todo”. De ese modo, el carácter agonal del sujeto poético de Rosenmann-Taub sostiene en su agonía – muerte que es origen, principio y final como “preñado comienzo”– la tensión de los antagonismos. Por ello David Rosenmann-Taub retoma aquella noción constante del nacer para morir y transforma la muerte en un origen, como una inversión temporal, o una agonía vitalista que se dilata en el tiempo: íncipit mortal, fúnebre nacimiento. Así crea una gran paradoja: menos que nacer para la muerte, en David-Rosenmann Taub la agonía consiste en nacer al vacío o, más precisamente, desnacer, y ser deshijo, ser cero:
Cómo me gustaría ser esa oscura ciénaga,
libre de lo de ayer, qué alivio, oscura ciénaga,
dejar correr el tiempo. ¡La más oscura ciénaga!
Cómo me gustaría jamás haber nacido,
libre de lo de ayer, jamás haber nacido,
dejar correr el tiempo, jamás haber nacido.
(…)
Dicen que fue la muerte la causa de la vida,
y la vida – ¿la vida? – la causa de la muerte.
Pero, ahora, mi muerte la causa de mi vida.
Es la muerte lo que anula el origen y es lo originario lo que desplaza el fin mientras corre el tiempo. Las imágenes de la mortalidad terrenal son huellas diferidas de un origen: en el retorno a la matriz maternal –lava o río, fluidez del mundo–, se halla también el colmado hueso de la nada, el regressus ad uterum como tumba invertida:
En las lavas sensuales busco siempre el regreso
a los cielos profundos del río maternal.
Promontorio de cuervos, andábata leal,
volver anhelo al vientre por oasis de hueso.
¿Cuál es entonces el espacio propio de este sujeto imaginario del poema? ¿Cuál es el origen del hijo que se deshija, del ser que se desnace y a la vez de aquel que muere-para-nacer? ¿Cuál es, en esa encrucijada imposible, el tiempo de toda vida cuyo comienzo, ya que no sólo su fin, se halla en una nada, el ser del no ser? Toda la poesía de David Rosenmann-Taub se despliega en un espacio y en un tiempo que no se resuelven en uno de sus contrarios, sino se sostienen entre dualidades. Se trata de aquello que obra en el vacío de su propio acto y recuerda aquello que el filósofo Alain Badiou –exégeta de Mallarmé– llamó la sustracción, lo indecidible y lo indiscernible entre dos términos. No es casual que ese rasgo del intersticio entre dos sea el primer poema, el “Preludio” de Cortejo y Epinicio:
Después, después, el viento entre dos cimas,
y el hermano alacrán que se encabrita,
y las mareas rojas sobre el día.
Voraz volcán: aureola sin imperio.
El buitre morirá: laxo castigo.
Después, después, el himno entre dos víboras.
Después, la noche que no conocemos
y, extendido en lo nunca, un solo cuerpo
callado como luz. Después, el viento.
En ese intersticio, en ese entre dos, en ese hiato, en ese blanco, en ese himen, en ese espaciamiento, en ese silencio extendido entre lo nunca y la noche incognoscible, la poesía de Rosenmann-Taub habla callando como luz, viento parlante, hálito lenguaraz. Sujeto y poema se sustraen y en esa vacuidad, significan, pero de un modo singular. En su “Conferencia acerca de la sustracción” (Condiciones, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002), Badiou escribió: “Innombrable es entonces un término del Universo si es el único del Universo en no ser nombrado por ninguna fórmula”. Para Rosenmann-Taub ese es el lugar de la poesía y así no sólo él mismo es el innombrable, sino también la suya es la voz de lo innombrable. Pero aquello que nombra el poema no es el Universo, sino ese espacio-tiempo indecidible, la intersección entre el ser y el no ser, entre la vida y la muerte, entre lo visible y lo invisible, lo externo y lo interno, el sueño y la vigilia: ese lugar, ese topos, es el Multiverso.
“El poeta: la voz del Multiverso”, escribió. Lo que Rosenmann-Taub llama la “existencia multiversal” es este sitio intersticial donde el tiempo es “un instante que no dura”, y el espacio “un punto que está, sin estar, en ningún sitio”. La facultad del poema sería la de expresar en un verso múltiple –que es, entonces, también un multi-verso–, esta mismidad plural de la intersección que se extiende, se expande en la página como fulgurante vacuidad donde los signos estallan, notas musicales de una partitura fantasmal: “en la duración, la extensión, en ésta, el multiverso, (…) elemento del sueño de la nada”, escribió el poeta. Y asimismo: “Soy el inespacial espacio en que me instalo a escudriñar la noche multiversal que soy”.
Pero ¿hay un fundamento trascendental de la voz del Multiverso? ¿Descifra, esa voz, la otra Voz que nombra o escribe la Totalidad del mundo, el Logos divino que nombra o escribe el ser? La metáfora del Libro del Mundo o de la naturaleza como un Libro de Dios que se descifra, siquiera trabajosamente, ha caducado en la autocomprensión de la modernidad, en aquello que Derrida llamó “la ausencia del signo divino y la obsesión por el signo divino”, determinantes de toda la estética y la crítica modernas. David Rosenmann-Taub no es ajeno a esta problemática. La figura divina aparece en su poesía a través de una referencia irónica y distante, a veces melancólica y otras humorística y gozosa, acerca de esa vasta ausencia que emplaza la modernidad. Es decir, la voz del Multiverso aparece infundamentada, o acaso su fundamento proviene de un Dios que ya se ha distanciado, que enmudeció y desaparece: se habla en los poemas de “la noche de Dios” mientras el alba crece en el Yo que toma su lugar, un Dios terrenal: “Era yo Dios y caminaba sin saberlo”; se habla del “Dios viajero”, o del “cadáver de Dios”; se habla de Aquél que debe ser amortajado por las alondras. Pero el poema que comienza “Dios se cambia de casa. En un coche de lujo / muy solícitamente guarda la estrellería / del sur. Echa en un saco al ángel principal”, es uno de los textos de la poesía hispanoamericana donde más agudamente se conforma el final del fundamento divino del mundo, la efectiva ausencia del Dios en la modernidad –que ya analizaba la gramatología de Jacques Derrida–: la crítica del fundamento del Logos. El Dios al que se interroga es, entonces, un mero atajo y recuerda acaso al “Dios mentido” de Muerte sin fin (1939), de José Gorostiza, al que llamaba “oquedad que nos estrecha / en islas de monólogos sin eco”:
Dios se cambia de casa. En un coche de lujo muy solícitamente guarda la estrellería del sur. Echa en un saco al ángel principal: la loza del ropaje afina el festival. Cuán atareado se halla: por convencer a un brujo de una residencial, de que la estantería del juicio amamantó a la percha del mundo – los grimorios ganzúan la absoluta palabra –, se le escapa la luz del carro de mudanza, con primogenitura. (En la tierra, iracundo, se queja un costurón.) Perpleja, la Balanza redila los rebaños y la dilecta cabra apacienta en la nada. Requiriendo su espacio, la vilhorra, en desquite, trisca en una mejilla deste Dios distraído que cierta vez nos hizo. Los torpes serafines tropiezan en un rizo de Lucifer. Los coros yacen con la vajilla. Y así entre trueno y trono se desarma el palacio. Dios mete los edenes en unos cuantos tiestos, y al fuego del infierno le aplica naftalina. Los imanes neutrales en un baúl son puestos junto a la senectud del alma y los anteojos de Dios. El turbulento bergantín se encamina por las olas del fárrago hacia la nueva casa. Antes de abandonar el reino carcomido, logrando repinarse sin que el polvo despierte, Dios sube a la azotea a ver si, por olvido, algo se le ha quedado: y aunque atisba y traspasa los libres pasadizos, y baldean sus ojos tejados y buhardas, se olvida de la muerte y la vida que riñen en un rincón vacío. Y Dios se va sin verlas, mas siente escalofrío.
En El Mensajero (2003) Rosenmann-Taub escribió: Me incrustaré en las vértebras / –pinzas– de Dios: poema”, y también: “Por resultado, versos: / paráfrasis de Dios”. Y en Auge (2007) se lee: “Dios reza: ‘Pensamiento, / exíliate de mí: / sé pensamiento.’ // Misterio, sin / misterio, / la fibra, sin la fibra. // Yo rezo: ‘Poesía, / aproxímate a mí: / sé poesía’”. Por un lado, la poesía aparece como un suplemento al Logos, el poema escrito sobre los huesos calcinados del vasto Cadáver que abarca el mundo o el poema que parafrasea una santa escritura ausente. Por otro, se manifiesta como un rezo el pasaje a la autoconciencia humana: se torna pensamiento, caduca su misterio y la poesía es la acción propia de un sujeto que ahora debe fundamentarse a sí mismo. Y halla en su expresividad propia la antigua labor divina, ya que ahora Dios le “dio su catálogo”: “Dios y el poeta se amalgaman. Si yo, ‘quizá’, no soy Él, por mí –su– correspondencia Él entiende –se informa de– lo que no comprende”, apunta Rosenmann-Taub en Quince.
Por ello la figura de Jesucristo no es privativamente divina, sino también se halla en un hiato, en una intersección entre el mundo divino y el mundo humano, y es el intermediario que también simboliza al hijo, al poeta en su Pasión. “Lo imperecedero –despabilado cetro de Jesucristo y del poeta– advierte lo que la brisa no advierte ni -¡nunca!– advertirá.(…). Y ‘mi’ –nuestro– poema celebra – Jesucristo y ‘yo’ celebramos–”, escribió el poeta. Y también: “¿Imitar a un sigiloso Dios invisible? Este, a veces, aprende del hombre, Cristo, en orfandad. El Todopoderoso no responde”. Esa figura humanizada también se reitera en la poesía de Rosenmann-Taub de diverso modo: aquella vinculación de “Schabat” fue llamada “Nivel del Cristo” por el autor en su autocomentario. Un poema clave de La Opción (Cortejo y Epinicio III) es aquel donde se establece un diálogo entre Cristo y el yo: el Mesías revela, acaso cínicamente, la inutilidad del sacrificio y la multiplicación de los enigmas, el origen no originario, el carácter ilusorio que el Multiverso revela: “–¿Frenos? / –De origen sin origen. / ¿Qué urde este Multiverso? / –Acertijos. No existe”. En cierto modo el Cristo y el Poeta son dobles y la interrogación al Mesías es, asimismo, una pregunta íntima y desesperada y rabiosa que no halla respuesta: si Dios permanece en silencio, también Cristo se niega a responder y calla o, acaso, no sabe. Sigue el poema: “–¿Y tú en la Cruz? / –¿En dónde? / –En esa ascua de estiércol. / –¿En cuál ascua? / –Respóndeme / ¡Respóndeme! / –No quiero.”
Aquellos que interpretan el viernes santo como el día del asesinato de Jesucristo, entienden que la última Cena del jueves santo correspondió a la celebración judía del Séder de Pésaj. La Cena, el beso de Judas, la agonía y la Pasión son acontecimientos simbólicos que también aparecen de diversos modos en la poesía de Rosenmann-Taub, incluso con paradojas o ironías. Podría hablarse de una “mística negativa” en la poesía de David Rosenmann-Taub. La premisa de la unión mística con la divinidad y el camino de perfección y ascenso del alma para alcanzarla, prevé ese proceso espiritual por el cual el sujeto y la divinidad se identifican: Yo es Tú. “El ojo con que veo a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve”, sentenció Meister Eckhart. Pero, asimismo, la materialización de lo espiritual en el cuerpo y aun en lo sensual y físico –la unión carnal de la Amada en el Amado como metáfora de la unión del alma con Dios; o el Dios “hecho Hombre” que, en tanto hombre sacrificado, redime– habla de una encarnación de lo divino en lo material, que la mística explora. Ese desdoblamiento, como escribió José Ángel Valente en uno de sus luminosos ensayos sobre la poesía mística, “engendra del sí mismo al otro, a ese otro especular cuyo deseo deseamos y (…) nos haga existir”, es el deseo imposible del místico: ser el otro de quien no tiene otro. La palabra del místico postula ese imposible: “tal es, y no otra, –escribe Valente– la raíz última o cierta de la palabra poética en cuanto decir de lo imposible, de lo indecidible, que lleva la palabra a su tensión máxima (…), al forzarla a decir en su misma precariedad, y sólo en ella, la imposibilidad del decir” Pero ¿cómo es posible decir, nombrar a “quien que no tiene otro” cuando se torna ausencia, nada o vacío?
La poesía moderna, que halló en el Yo es Otro de Rimbaud su piedra de toque, buscó en los anacronismos de la mística una vía exploratoria para esa alteridad del Yo donde la divinidad se ha eclipsado. La poesía de Rosenmann-Taub examina dramáticamente el hiato de ese desplazamiento donde el Yo es Tú de la mística se vuelve alteridad: ¿cuál es el proceso espiritual que lleva a Yo es Otro si el lugar de ese otro estaba ocupado por la Mismidad esencial del Logos? El sujeto, en lugar de realizar el camino de perfección de la unión mística, realiza un camino por el cual progresivamente se des-encarna de lo divino y establece el alterno, arduo camino de la des-unión mística, del vaciamiento y el éxtasis negativo bajo la forma de una agonía o una pasión, conservando todos los significados del misticismo, aunque invertidos. Es sintomático que el sujeto de El Cielo en la Fuente sea una figura femenina llamada Jesusa, que el texto lleve por subtítulo El Libro del Camino y que se aluda a su obliterado o cautivo corazón (“porque mi corazón no está, / y tú estás en mi corazón”) finalmente poblado por la nada, mientras fuga o cabalga, y escapa su voz misma para nombrar la variedad del mundo hasta que al fin “el prado entrega lo que más pedía”. Y asimismo, Pedro –el que al alba negó tres veces al Mesías, el que representa la piedra sobre la que se edificará la Iglesia, el que porta las llaves del Cielo– parece evocado irónicamente como Pedrito en La Mañana Eterna, subtitulado El Libro de la Copa. Y acaso es aquel sobre el que se edifica el acto poético a partir de un gigantesco gesto de negación o asunción de la nada, aunque anhele “aquel sueño” del Cielo y sea al fin “lo que no soñó”.
La poesía es un acto de olvido y borramiento, es decir, de ablación de la conciencia de lo divino: la poesía como corte, como ectomía, es decir: poiesiectomía. “La voz del yo y la voz del yo multiversal (la voz de Dios: el Dios de Dios, que ansía olvidarse de Dios– apremian a borrar un acto execrable: ‘Ayúdenme a olvidarme de Mí: ayúdenme a borrarme!’”, escribe Rosenmann-Taub.
El camino místico se des-anda, el camino se des-camina: “Jesucristo y la nave (el poeta del poeta): monodia. El Camino camina, sin caminar, por camino incaminable”, escribe Rosenmann-Taub. El sendero de perfección es un replegarse que supone, paradójicamente, un desplegarse del poema. Es ya el auge de lo poético, lo que se alza como una niñez nueva: “Se empina, adulta, hacia el atardecer, / mi calma, / para alcanzar un poco de niñez: / ‘¡Tan alta!’”. O bien, como en ese notable poema que inicia Auge (2007): “Cuando, de vez en noche, soy real, / sobre el teclado azul de mi estandarte / aúlla el horizonte, vertical. / Piano del mundo, déjame afinarte”. Ese sujeto es real cuando se despliega en el ritmo del mundo, en tanto Dios es obliterado como fundamento. Esa afinación es un modo de ritmar el ser en el propio “sucederse” del Yo: el sujeto sucede como acontecer de lo real en la palabra poética y su despliegue se realiza como pulso verbal, ecos de ecos, ecolalias sucesivas del relámpago poético: “Sucesiva percepción de relámpago y trueno: escucho ‘mi’ trueno –¡Allá voy!– después de ‘mi’ relámpago –verme sin ver”.
Así el poema parte del no-saber hacia su enigma lúcido, desde una lengua desmembrada hacia su lengua propia, desde los ritmos descoyuntados de la armonía universal hacia las músicas súbitas de la partitura multiversal. El poema, sin verse todavía, se escucha. De allí que el hermetismo presunto de la poesía de Rosenmann-Taub es un falso problema: “el sinsentido tiene ‘sólo’ sentido”, escribió el poeta. Y así construye su código único, hecho de neologismos y reticencias, de vocablos que se duplican o triplican, de rimas y metros que retornan con otro significado, de rezagos de oralidad, adagios resonantes, frases hechas que se transfiguran, de palabras tomadas de otras disciplinas como la anatomía, la botánica, la astronomía, la filosofía, la arquitectura, de recurrencias y de ecos, de formas dialogadas, incisos y paréntesis, glosolalias repentinas y términos antes aherrojados en los diccionarios, de imposibles resonancias e inauditas reverberaciones, de étimos que abren un abismo semántico: el diáfano pensamiento sólo se patentiza en una lucentísima oscuridad. Desde Vallejo y Girondo y Gerardo Deniz no se leyeron en la poesía latinoamericana poemas que parecen escritos en una otredad exiliar del español; desde Lugones las rimas no mutaban las semejanzas en un calidoscopio de congruencias insólitas: “El pulgón, suspirando, en el manzano: / Diclorodifenilcloroetano, / te necesito, hermano”. ¿Qué otra lengua podría dar nombres al multi-verso del Multiverso? ¿Cómo hacer que la monodia proliferante del poeta se sujete a una gramática previsible, a un código unívoco, a un orbe lexical de horizontes cerrados? Y algo más: el poema de Rosenmann-Taub está concebido como una partitura: “un soneto y una sonata suceden sonoramente”, declaró. Su autoengendramiento rítmico es, literalmente, musical: el nombre es número, el blanco es silencio, la voz es timbre, la tipografía es nota. Lo figurativo se torna serie porque no hay caligrama, sino pentagrama. El poeta, además de escribir poemas dedicados a Debussy o a Grieg, además de componer y ejecutar como pianista sus obras musicales, ha grabado sus poemas y en Quince pueden apreciarse las partituras que organizan musicalmente su propia dicción. “Mi poesía y mi música son dos amigas que me ayudan mucho. Escribo en música, escribo en español”, declaró. Partitura del Ego, ritmo subjetivado, música tal mímica yoica pero de espectral virtualidad: “Me envío noticias / de mí: / las rimas, / sin sílabas, / de un verso feliz infeliz”. La voz del Multiverso.