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Los Surcos Inundados

ABISMO

 La sombra de la muerte en el umbral se pára.
Oh dandún, oh dandún, no le mires la cara.

 Cerca, una madrugada te aguardaba con hambre
de tus miembros apenas palpados por el mundo,
y te daba el arrullo dulcísimo del sueño
desde dentro de un sueño borroso, inacabable.

 Tienes los ojos fijos, detenidos: «Qué fijos
tiene dandún los ojos.» Y despiertas, dandún,
¡es cierto!, ¡sí!, ¡despiertas!, y tu vagido adoro.
Tu angustia calmarán los azulados ríos.

 La sombra de la muerte desde el umbral avanza.
Oh dandún, oh dandún, tápate con las sábanas.

 En las manos el cuesco del burburbur: ventana
de par en par, almendra que crepita, cuncuna,
ladrillos, pasos, ruedas: la silla gujgujguj,
la cucharita, el queque, el bomberún, el tata,

 el tata, el tata: «tú pone leó, o pono
osito», burburbur, el cascabel voltea
su encintada cadena: brusco tin: un hoyuelo
con jarabe: dandún con mameluco y gozo.

 La sombra de la muerte está junto a tu cama.
Sé bueno, mi dandún, mira mejor el alba.

 Un corto pasadizo atraviesan tus días:
no hay hoscos centinelas para ti descubriendo
los rincones de magia, los muebles, la escalera:
en la baldosa bailan tus soldados en fila.

 Se esconde en cada negro dominó con que juegas
un vaho amoratado, un tajo, una premura,
y tú juegas debajo de la mesa a ser gato.
Cerca, una madrugada lenta juega a ser piedra.

 La sombra de la muerte hacia ti se ha inclinado
(se ha puesto azul la almohada):... semejan dos hermanos.

 Has mirado a la muerte y ahora cierras los ojos,
mas detrás de tus párpados aun la sigues mirando,
y tus ojos cerrados, terriblemente abiertos,
miran, miran sin fin, clavados en lo ignoto

 de esa cara sin cara que se ríe sin risa,
de esa cara, dandún, que se parece a ti,
que es como algo gemelo que de pronto posees:
dime, dandún, ¿la muerte acaso es hija mía?

 Se ha acostado en tu cama la sombra de la muerte.
Hijo mío, dandún, ya no me perteneces.

 No, no, eso si que no, dandún, lo enorme no,
lo enorme se te pega en los labios,
vas a entregar tus ojos a una niebla espantosa,
ya te envuelve, dandún, recházala, eso no,
quiéreme, algo, dandún, para ser mío,
quiéreme algo, dandún,
todavía un ratito, no te vayas, dandún;
ay Dios, y quién diría que en tu cuerpo pequeño
albergas una noche inmensa, tenebrosa,
sin estrellas, vacía, completa de infinito;
quién diría que con tus dulces ojos de color extraviado
abarcas un umbroso bosque voraz, dandún;

 alma mía, hijo mío, dandún, oh vida, vive,
vibra, vibra, voltea, vive, vive, ¡desata!,
¡desátate!, ¡desátame!,
que la luna otra vez brille allá en tus pupilas,
que las guindas del sol te hagan reír,
que los pájaros crucen por tus ojos radiantes,
que la ola se agite otra vez en tus ojos,
que el día se abra en ti como suave capullo,
que contemples mi amor como el viento a la duna.

 Hijo mío, mi sangre empozada en tus venas
grita por recorrerte, por sentirte gozoso
de lucha, de vertiente, de verdor, de sabor;
hijo mío, mi sangre encharcada en tus venas
me recorre las fibras del amor de tu carne:
sangre mía, revuélcate, rebélate, recórrelo
otra vez, otra vez;
no descanses, dandún, abandona ese sueño,
ven a mis brazos, hijo, lleno de luz, de vida,
con la plena fragancia del racimo maduro;
sangre mía, caliéntalo, dale otra vez calor,
dale otra vez vocales tímidas a su boca.

 No me dejes, dandún,
dile a tu sangre que fluya, que fluya, que fluya,
dile a tus ojos que se abran, hijo,
¡hijo!,
dile a tus dedos que me cojan.

 Oh dandún, ¡si eres mío!, conmigo siempre, abrázame;
¿qué va a ser de tus juegos y de mi sangre, hijo?
Abre los ojos, dandún, por Dios, dandún, abre los ojos.
Ah maldita sombra, Dios maldito, maldito,
dile a dandún que abra los ojos:
¡para qué va a dormir tanto tiempo!

 Sí, dandún, eres mío, sólo mío,
no te vayas, hijo, dime que todo esto es un juego de la noche,
que vas a abrir los ojos.
Madrugada, dame la muerte.

*
*  *

 Hijo mío de sombra, largamente reposa.
La soledad te cubre con sus velados tules.
El cielo se ha poblado de amoratadas nubes.
Tropieza la mañana con la noche en la alcoba.

 La turbia madrugada te ha aguardado con hambre
de tus miembros apenas palpados por el mundo,
y te ha dado el arrullo dulcísimo del sueño
desde dentro de un sueño borroso, inacabable.

 Desde el umbral el sol, tendido como un perro,
mira la quieta colcha, desciende hasta tu pecho
quieto, avanza a tu rostro pálidamente quieto
y en tus ojos cerrados pone un ciego reflejo,
en tus ojos cerrados, terriblemente abiertos.