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En Torno a Auge: Métrica y Vanguardia en Rosenmann-Taub

Jaime Concha
University of California, San Diego

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Al leer en sucesión los libros de Rosenmann-Taub (o releerlos, más bien, gracias al impulso dado por la Fundación Corda al conocimiento del poeta y a la difusión de su obra), me ha llamado la atención el uso constante, incluso frecuente, que se hace en ellos de los recursos métricos más tradicionales. Constancia, frecuencia, que llegan a ser abundancia, si se tiene en cuenta que este rasgo atraviesa esta poesía de extremo a extremo, desde sus manifestaciones más tempranas hasta los últimos volúmenes publicados. En efecto, desde mediados de los años cuarenta, en que escribe los versos de El adolescente (¿1941?) hasta Auge, de 2007, que se incorporará casi íntegramente en Quince: Comentarios, su libro más reciente, esta impronta de Rosenmann se mantiene, se diversifica y consolida, constituyendo una parte decisiva de la fonética y sintaxis puestas en práctica en su decir poético. El hecho, que es más que un detalle por las razones que trato de exponer en este trabajo, resulta bastante insólito en el campo de la vanguardia hispanoamericana y, sobre todo, en la chilena. Si comparaciones caben –y a ellas tendré que recurrir no pocas veces para despejar el carácter diferencial de este aspecto en Rosenmann–, la que se impondría de inmediato es con la obra de Óscar Hahn, signada también por el empleo continuo de las formas clásicas más habituales. Pero todo lector de Hahn sabe de antemano que su recurso mayoritario al soneto y a otras composiciones en el repertorio de nuestra tradición lírica es siempre irónico, paródico, disonante. El suyo es un homenaje complejo a ese tipo de poesía, a pesar de que casi siempre quema incienso a ella. Esto no ocurre nunca o escasamente en Rosenmann, salvo en los raros casos que, cuando se presentan, muestran justamente una función y un efecto bien distintos [1].

Gracias a las excelentes ediciones realizadas por Naín Nómez, estamos hoy en condiciones de acercarnos mejor a la poesía de vanguardia de la primera mitad del siglo XX. La antología de La Mandrágora, publicada hace poco, nos muestra un panorama que contrasta con el momento inicial de la poesía de Rosenmann, la que arranca precisamente por esos mismos años. Hojeando esa antología, se hace patente (espero no equivocarme) que no hay un solo poema marcado por la utilización de elementos métricos, y esto en más de cuarenta poemas seleccionados, algunos de no poca extensión, entre los de la revista propiamente tal y los pertenecientes a poetas en particular: Arenas, Cáceres, Cid, etc. (vid. La mandrágora) Los mandragoristas o mandragóricos parecen huir de la métrica como de la peste o del demonio, siguiendo en ello fielmente la ortodoxia huidobriana y su condenación tajante de la rima. Para Huidobro, caro mentor de los surrealistas chilenos, ésta y las demás licencias métricas eran el estigma por antonomasia, un pecado mortal de lesa poesía. Si se quería ser nuevo y original, había que cortar todo nexo con el pasado poético, a riesgo de que éste pudiera transformarse en cadena y en condena. En los años cuarenta, por lo tanto, cuando a fines del decenio Rosenmannn da a conocer su primer libro, Cortejo y epinicio (1949), el contraste no puede ser mayor. Es esta constatación de partida la que me ha llevado a explorar, aunque sea brevemente y de modo preliminar, el significado de este rasgo característico de Rosenmann, para aquilatar en qué medida resulta compatible con su indudable espíritu vanguardista. El orden métrico parecería oponerse en principio a la aventura de todo arte de avanzada. ¿Cómo logra Rosenmann el milagro de aunarlos y, a veces, de potenciarlos mutuamente?

Antes que nada, sin embargo, es necesario descartar un malentendido que alcanza a veces el rango de prejuicio. ¿Por qué tocar un aspecto tan externo como el de la métrica, para qué privilegiarlo en el análisis, ya que no resulta de importancia esencial en una poesía cuando ésta es realmente significativa? Con métrica o sin métrica, con rima o sin ella –así se tiende a pensar–, se puede escribir igualmente buena, y hasta gran, poesía. La actitud responde a una idea muy adentrada acerca del orden métrico, que ve a sus componentes –versos, estrofas, ritmos– como algo adventicio, un ropaje con que solía y aún suele adornarse el lenguaje poético. Tal sentimiento se ve confirmado por el arte de los versificadores, que se ejercitan en crear “poesía” como un mero ejercicio artesanal; y no deja de hallar sustento conceptual entre retóricos y metricistas, sobre todo los de derivación neoclásica, que ven a las licencias métricas como algo eminentemente artificial, cuando no artificioso. El traje puede ser más o menos elegante, estar más o menos de moda (con el modernismo, y aun antes de él, se suceden varias modas en el escenario hispanoamericano), pero no deja de ser un revestimiento exterior. La poesía más alta para Gómez Hermosilla, el notable traductor neoclásico de Homero, no podía ser sino la hecha en verso blanco o suelto, podada por completo de la rima [2].

Ahora bien, hay otro modo de mirar estos hechos, otro modo de concebir la relación entre el contorno métrico y el cuerpo mismo del poema. Traje, sí, sin duda, veste o vestido de gala a través de los siglos desde la Edad Media y el Renacimiento hasta el romanticismo y nuestro movimiento modernista, el aparato de metros, estrofas, ritmos y rimas se ha hecho carne de la poesía en lengua española, es su piel sensible y vibrátil inseparable de una supuesta alma o interioridad del habla poética. Si evitamos recurrir a esta dualidad espiritualista, de la que no se libran siquiera los viejos lobos de mar, diríamos que la métrica es el gesto, el ademán en que la tradición poética se hace gracia y memoria: memoria de la lengua y de su sistema recurrente de ecos, gracia melódica plasmada en un tono, en una voz, en timbre y en cadencia. De allí su persistencia fecunda, su valor esencial. El hecho, cien veces señalado, del tiempo y la paciencia invertidos por los grandes poetas vanguardistas del siglo pasado (Neruda, Vallejo, Pellicer y tantos otros) en cultivar las estrofas más comunes de un repertorio secular destaca a las claras un fenómeno que es inherente al campo poético. Todos estos poetas, que descubren cada uno a su manera que la rima no es un lastre sino un arte de volar y respirar, llegan a pasos lentos –¡y medidos!– a la emergente sensibilidad que despliega los signos de lo nuevo. La Mistral, por su parte, no se movió nunca de lo viejo: allí fundó ella su máxima, radical originalidad. En todos ellos la métrica, lejos de ser una excrecencia estética, terminó siendo pan cotidiano, pulmón vivo y vivaz para el aire de lo lírico.

Es esta tensión entre dos concepciones del aparato métrico, casi siempre contrapuestas, la que quiero observar en esta ocasión. Como es obvio, debido a limitaciones prácticas de tiempo y de espacio, sólo podré detenerme en los aspectos mayores y más relevantes del complejo métrico: metros, ritmos, estrofas, rima; los detalles más microscópicos, siempre dignos de atención (cesuras, hiato, sinéresis, encabalgamientos, etc.) quedan por necesidad fuera del foco de esta exposición.

Los primeros volúmenes

En la cronología de la obra de Rosenmann, es posible reconocer una fase inicial que corresponde a la tríada compuesta por Cortejo y epinicio (1949), Los surcos inundados (fines de 1951) y La enredadera del júbilo (1952). Hay en este trío afinidad y analogías, continuidad temática, estilística y composicional, junto a un minúsculo desenvolvimiento interno. Lo que era complejo en el primer libro, cantera poética que alimenta todo el ciclo, se simplifica bastante en el segundo, reduciéndose a un mínimo de interrelaciones en el volumen posterior, sobremanera breve. Todo esto es visible en la disposición de las secciones, en la contigüidad de las piezas individuales entre sí y, como es natural, en el plano métrico que hoy nos interesa. Como ya me he ocupado del libro inaugural de Rosenmann en otra ocasión, paso de inmediato a señalar algunos aspectos de sus congéneres (cf. Concha “Nace una singularidad”) [3].

En cuanto poemario, Los surcos inundados orbita en torno al eje temático central de la fecundidad natural y de la creación de la vida humana en el vientre femenino. La ecuación entre cuerpo y cosmos, la equivalencia de lo natural y lo maternal, entre tierra y mujer, se sugiere ya en el título, que retoma una larga línea metafórica que conjuga lo agrícola con lo femenino, tal como ha sido estudiada, por ejemplo, en el dominio clásico, en trabajos feministas de diversa índole (DuBois 65). “Los surcos inundados” nos habla de la plenitud de lo fértil, del milagro y misterio gozoso de la vida que nace. El tono poético es siempre exaltado, ferviente, cercano al himno o a la oda; abundan los vocativos y las interpelaciones, que exacerban la intensidad sentimental predominante en el conjunto.

De un modo muy simétrico, el libro viene enmarcado en dos tríos poéticos. Al comienzo, cuando abrimos el volumen, leemos una “Primera Sonata”, que contiene tres piezas: “Creación”, “Alumbramiento” e “Hijo”; en el otro extremo, hallamos una “Segunda Sonata”, igualmente constituida por tres poemas: “Pórtico”, “Abismo” y “Requiem”. Hay adicionalmente una pequeñísima diferencia consistente en que, bajo el nombre de esta sección, figuran cuatro endecasílabos que operan como epígrafe de la serie tripartita. Al introducir el motivo de la muerte, se nos recuerda que la dualidad fundamental de la existencia y de la experiencia humana articula explícitamente los polos de esta colección.

“Creación”, el primer poema del libro en sentido absoluto. Se presenta en tres estrofas, cada una de las cuales contiene nueve versos endecasílabos. El lector desprevenido que hojea por primera vez el libro (yo lo fui) fácilmente se confunde y cree ver en cada estrofa el perfil conocido de la octava real. Se equivoca, por supuesto, y no sería infundado presumir que el autor no es ajeno a esto y juega con el equívoco. Las estrofas no son, entonces, octavas regias ni reales, sino novenas o enéadas irreales –irreales, porque no existen, que yo sepa, precedentes líricos de este tipo [4]. Debutan, sin embargo, por un pareado que ciertamente imita el pareado con que concluye el esquema estrófico de la octava itálica, pero que invierte su lugar y posición en la estrofa. Por añadidura, se trata de un pareado monorrimo, que no es casi nunca el caso en la estancia importada durante el Renacimiento. Además, es fácil ver en esta incisión inicial (“Víscera, fruto vagando en la niebla / entre mis soles vagando en la niebla”) la doble raya, de ida y vuelta, que es el rastro paralelo de los surcos. En suma, octavas que son cuasioctavas, pareados no al final sino en el umbral de la estrofa y pareados no consonantes sino monorrimos, más la marca en bustrófedon del título: con todo esto, Rosenmann nos crea un espejismo –nos espejea– la estrofa clásica, se acerca y la rodea bordeándola, sin coincidir nunca totalmente con ella. ¿Cómo entender este juego asintótico al que se entrega el poeta?

En realidad, ¿cuál es el sentido de todo esto? ¿Por qué este arte de vecindades que topologiza a la estrofa-modelo convirtiéndola en una especie platónica? ¿Modelo perdido o inasequible? ¿El esquema previo y persistente funciona como motor ideal de la reminiscencia, cual un apoyo y guía para la construcción poética? ¿Es simplemente un tic métrico, mera inercia de la escritura poética? ¿Se está desprendiendo el poeta de las formas que circunscribe, o sigue prendido y apegado a ellas? Cosas arduas de resolver a la altura de este libro temprano, pero que definen ya la situación que va a caracterizar esta poesía en los libros que seguirán.

Con mayor claridad todavía, para lo que ahora nos importa, el poema que viene en seguida, “Alumbramiento”, retoma la escasa, aunque egregia, tradición de la estrofa sáfico-adónica, la hermosísima estrofa grecolatina que Esteban Manuel de Villegas (1589-1669) nos grabó para siempre en “Al Céfiro”, el poema que comienza: “Dulce vecino de la verde selva”, y que Neruda en sus Residencias y Mistral en escala de arte menor no dejarían de practicar, antes de que Parra la convirtiera en elegía sororal por la muerte de Violeta. Aunque la combinación de endecasílabos y pentasílabo admite variantes y modificaciones en el curso del poema, el esquema fundamental de endecasílabo inicial y pentasílabo final se mantiene en la mitad de él. Curiosamente, 9 de entre las 18 estrofas adoptan este varillaje estructural; las restantes escapan al módulo.

Finalmente, el tercer poema del ciclo, “Hijo”, se desenvuelve en perfectos alejandrinos (perfectos en la medida en que el verso se adapta a la onda y ondulación en los dos hemistiquios heptasílabos), pero se organizan en cuartetos que –burla burlando– no van en rima consonante, sino con una débil asonancia en sus extremos, en el primer y cuarto versos de cada uno de ellos. Este formato es riguroso y sistemático, imponiéndose incluso cuando la rima articula lo llano y lo esdrújulo: “crispado/pájaros”, “espárceme/trigales”… (19-20). El juego y la complacencia del poeta resultan evidentes. La única autodisidencia que se impone Rosenmann es en la estrofa final, que incluye seis versos: cuatro del primer cuarteto, que redondean así la totalidad del poema, más otros dos también ya pronunciados y que se adhieren, de algún modo, a la estrofa inicial. La rima asonante se mantiene en los versos pares, pero los dos últimos versos adquieren la apariencia de un epifonema, o una especie de estrambote que a veces se agregaba en algunos sonetos para completar la idea. Esta hibridez del broche final no deja de ser significativa, porque reintroduce la contradicción, que ya he señalado, entre copia y casi-copia, entre calco y deslinde. El poema, entonces, termina revelándose como una traslúcida “epigrafía”, en sentido etimológico, en que el prefijo epi- cumple un rol capital. El poema reescribe sobre, reproduce los contornos del paradigma imitado. Es otra variante de lo mismo.

Métricamente hablando, el trío del desenlace se orienta hacia el verso de arte menor. Un poema en octosílabos y hexasílabos abre el subconjunto; lo cierra un “réquiem” también octosilábico. Las estrofillas tienden al terceto y a un tipo de cuartetilla en el primer caso, y, en el otro, a la cuartetilla octosílaba con rima asonante en aguda. Entre medio, “Abismo” nos presenta un verso amplio, alejandrino, que una vez más se inicia con un extraño pareado, que actuará como estribillo (con variaciones) de un poema relativamente extenso: “La sombra de la muerte en el umbral se pára / Oh dandún, oh dandún, no le mires la cara.” (75)

Este pareado de “Abismo” hace pendant con el pareado monorrimo que estaba en el umbral del libro, es su eco funerario. A la vez, el parloteo infantil de “dandún” –jerga entre padre e hijo– parece doblar por la muerte del niño, enterrando la experiencia en el abismo del sinsentido. Los surcos de la vida tañen aquí con sonido funeral.

Librito apenas de 36 páginas, cuyo colofón lo fecha en “noviembre de 1952”, La enredadera del júbilo es realmente un diario de amor. “Doce de junio”, “Veintinueve de octubre” o “Nueve de febrero”, etc., jalonan una situación de alegría amorosa que termina, sin embargo, en el alejamiento de los amantes, en el desertar uno de otro: desierto y desolación. Este desenlace queda bien recalcado en “La raíz”, poema que cierra el libro: “la piedra, en estertor, sobre la escarcha: / El silencio en la nada turbulenta.” (36)

La propensión métrica más perceptible en el breve poemario es hacia el soneto. De los seis poemas de que consta La enredadera…, dos siguen fielmente la división formal del género en cuartetos y tercetos, y otro interesantemente empareja dos sonetos, haciéndolos seguir de un epifonema (“La Ensenada”). Y corroborando la oscilación constante de Rosenmann entre los versos de arte mayor y el formato menor, una preciosa seguidilla da origen a “La plenitud”. El módulo es aquí la conjugación del heptasílabo y pentasílabo que, para Henríquez Ureña, es la “combinación paradigma” de la estrofa (Henríquez Ureña 66).

Y una última observación sobre el sistema de la rima presente en los sonetos. Evitando la distribución clásica, el primer poema del libro, “El manantial”, dispone la rima en los alejandrinos pares; y la rima es allí siempre la única y la misma: en “imagen”, porque lo que el poeta busca expresar es la relación de imagen entre los amantes. La última palabra, en el terceto final, será justamente “imágenes”, en plural o más bien en dual. Un poco antes, sutilmente, el poeta había adelantado este verso estupendo: “Imagen contra imagen, hacia imagen! Lo nuestro!” (13). Simétricamente, en el desenlace al que aludíamos, repetirá por tres veces: “Es desertar. Es desertar! Es desertar!” (36). La isocronía deshace al final lo que había anudado al comienzo.

“El recinto”, en cambio, es un soneto en asonantes. Por ser deliberado, este cambio es aquí más que nunca una transgresión. Y confirma, por si dudas hubiera, el frecuente giro de esta métrica desde los versos consonantes hacia una marcada asonancia. Es en esta esfera en particular donde el poeta trabaja con mayor fluidez y elabora en definitiva los cauces de su libertad. Hacia la vanguardia por la asonancia, tal pudiera ser su consigna.

“La Ensenada”, por su parte, contrasta con este uso de la rima. Exacerbando la consonancia, lleva la monorrima hasta el límite de lo monótono y el umbral del sinsentido: “Amor mío, mi amor, por fin te quiero / Como debía yo haberte querido / Siempre, siempre, mi amor, amor querido: / Sólo sé que te quiero, que te quiero.” (21)

¿Cómo aquilatar esto? Si Barthes tiene razón en que siempre que pronunciamos “te amo” se trata de una cita, de una referencia intertextual, se le olvidó tal vez agregar que para nosotros, hablantes hispanoamericanos, todo eso suena a bolero puro. La parla del juramento amoroso, cribada y desgastada por tanto uso falso y auténtico, corroe y enmohece estos versos con el ácido insistente de la rima. El vuelco a la asonancia no se opone, entonces, sino que tiende a converger con el martilleo y forcejeo sentimental de la monorrima.

Finalmente, y ya para concluir este apartado, aprendemos de paso lo que se nos había ocultado en el libro precedente. Los surcos…, lo veíamos, remataba en la “sombra”. Como poemarios de publicación casi simultánea, concebidos probable mente al mismo tiempo y evidentemente interconectados, podemos suponer que La enredadera… ilumina a su hermano y compañero. En “La Ensenada”, la paronomasia siembra/sombra revela su origen: “… Todo en siembra, en ti, en presencia… corteza eternizada de la sombra” (22). “Los surcos”, lo vemos, sembraban realmente sombras. Esa era la vida que en ellos se gestaba.

Resumiendo estas observaciones, es posible concluir lo siguiente a partir de estos dos libros: 1) el predominio exclusivo, absoluto, superabundante de formas y metros canónicos; 2) la alternancia entre consonantes y asonancia, en equilibrio inestable; 3) la autoerosión de la rima, sobre todo de la consonante, por un empleo extremo y abusivo de ella; y 4) la composición, no necesariamente simétrica, entre versos de arte mayor y de formato menor en piezas y secciones estructurales de cada colección. Es esta gama de recursos la que se hará técnicamente más compleja, modificándose substancialmente en los libros posteriores.

Aspectos de Auge

Al publicarse Auge, Rosenmann es ya un poeta en plenos poderes vanguardistas. La libertad de sus imágenes, la discontinuidad emocional que tiñe sus poemas, la indeterminación temática dentro de cada una de las colecciones, lo distinguen como un poeta contemporáneo que escribe a la altura de su época, en un diapasón que capta el aire de los nuevos tiempos: fines del siglo pasado, inicios de éste. En una línea de desarrollo muy personal, que escapa a los avatares del proceso literario y poético en el país; situado más bien a extramuros del contexto nacional y latinoamericano; acercándose a veces a resonancias que se dan en Estados Unidos y Europa, esta poesía resulta huérfana, desarraigada, desterritorializada, pues no parece hacer nido en ninguna parte del planeta. Y, sin embargo, Auge vuelve una vez más a la vieja y familiar dialéctica entre métrica y vanguardia, de un modo que tal vez nos permita ver mejor el sentido de este camino creador.

No es fácil alcanzar una visión integral de Auge; por lo menos, yo no la tengo. Leído y releído, el libro ofrece la impresión de un mosaico centrífugo, en que cada tesela constituye un microcosmos aparte. Tema y motivos discontinuos, tono emocional que cambia sin transición, conexiones intertextuales que chispean fragmentarias, formas y subgéneros en fusión y fisión instantáneas: se trata de una poesía-archipiélago, en la que cuesta dar con los meandros por donde navegar. Los aspectos métricos son, desde luego, parte de este laberinto.

De los 62 poemas que componen Auge, más de la mitad sigue un esquema bastante preciso en cuanto a las estrofas, al verso, a la rima consonante o a una marcadamente asonante; a veces se conjugan todos estos elementos a la vez. Antes que hablar de ellos en general, es preferible entonces referirse a un espécimen que expresa, extremándola, esa tendencia técnica de Rosenmann.

“Atorrancia”, poema número XVIII, se sitúa en el camino de un poeta –o de un sujeto– que se desvincula progresivamente del mundo, pues su existencia se hace cada vez más precaria, hasta culminar en “El desahucio”, poema final que cierra el libro, para abrir muy pronto el próximo volumen, Quince: Comentarios. Aunque el sustantivo abstracto no es nada usual, se entiende claramente que alude a la situación del atorrante, éste sí término común, descriptivo o insultante. Ahora sabemos su origen, en una marca de tuberías (A. de Torrens y Cía.) que se usaba en Buenos Aires alrededor de 1900 para construir los alcantarillados, y donde los vagabundos de la época solían hallar refugio por las noches [5]. Los atorrantes son, se lo ve, los precursores de nuestros actuales homeless o los sin techo. En Auge, el atorrante es un desahuciado permanente, el desahuciado congénito. Por cierta afinidad con motivos del género, el poema tiene un aire de tango, con el aspecto escuálido, inhumano, del personaje, y por la jerga o caló a que en él se recurre. Esta es su primera estrofa:

“Dendrítico, astillado,
A pesar de tratar, por moya lado,
Los dados con mi dado…”

El poema –que va entrecomillado, como si reflejara la voz de un personaje distinto al poeta– lleva el énfasis en la rima y en la monorrima hasta consecuencias extremas. Más que coda melódica, con los efectos mnémico y temporal que le son inherentes, la rima parece bruñir los contornos del verso, incrustándose allí, congelando sonido y sentido. La onda poética se deforma y bordea lo esperpéntico. A lo cual contribuyen también, desde luego, vocablos seudocientíficos (“dendrítico”), de argot (“por moya lado”; idea que podría traducirse por “sepa Moya por qué lado…”), o decididamente vulgares (“matarles las gallinas”, “pescuezo”, etc.). Se trata de algo así como la rima destruyéndose a sí misma: la rima como revulsivo. En vez de disolverse en el caos vocálico, como ocurre en el canto séptimo y último de Altazor, el poema se deshace en una cosmética de la sola consonancia. El sonido gotea sobre el mismo sonido, horadando el sentido, socavándolo y, a la postre, exterminándolo. Lejos de ser una terminación aérea, la rima en monorrima se convierte en algo estridente, chirriante, cacofónico. Tiene algo de noise o de bruit. Incisión, maquillaje, revestimiento corporal: tatuaje, en suma. Desmusicalizada, despotenciada de la función artística que nos es familiar, la rima se revela como algo primitivo, un atavismo arcaico.

¿Es ésta la estrategia de Rosenmann ante lo métrico en general y ante la rima en particular? Si así fuera, ella consistiría esencialmente en la contraposición directa, casi drástica, entre lo nuevo y lo fósil para poner de relieve, por contraste, el élan y la aventura vanguardistas. En este nudo de cuerpo y sombra, la sombra fantasmal de los viejos recursos poéticos se alza desde el pasado para demarcarse y hacer resaltar su diferencia con el corpus poético. Lo contemporáneo –lo que es y lo que será– arrastraría inevitablemente, momificándolo y exorcizándolo ante nosotros, el tiempo muerto de lo que fue.

Esta arqueología de la rima y de otras formas canónicas (véase, por ejemplo, el poema II, no por casualidad llamado “Rictus”, en que el clásico esquema de la silva es perforado por un insistente pliegue interior de las rimas) hay que ponerla en perspectiva, cotejándola con otras situaciones que se dan igualmente en la poesía chilena del siglo pasado.

Ya hemos hablado, y es innecesario volver a él por ser harto conocido, del caso de la Mistral. Más ilustrativos son, en este respecto, los ejemplos de Prado, con su homenaje y reminiscencia obsesiva del soneto en sus últimos años creadores, y de Neruda, con su artesanía de los Cien sonetos de amor (1959/60). En el prólogo a este libro, Neruda califica a su centenar de poemas como “madererías” horneadas en su amor otoñal por Matilde. Eso son, en realidad: matilderías. Los Cien sonetos de amor multiplican opíparamente el milagro de los 20 poemas de amor, claro, esta vez sin la “canción desesperada” de fondo. En ambos casos, sin embargo, se trata de una indulgencia ocasional, tardía, de los poetas con una vieja tradición milenaria que les cuesta abandonar y que siguen mirando con simpatía. Despedida reverente, algo así como un farewell profesional. El versolibrista que fue Prado desde sus Flores de cardo (1908) en adelante vuelve al redil en los años treinta, cuando el gesto vanguardista que protagonizó tempranamente lo empieza a preocupar y a perturbar. Por su parte, el poeta de raigambre posmodernista que fue Neruda en los veinte y en sus veinte se ejercita una vez más en un eros ya no poligámico, sino monoconyugal, pasados los sesenta de su edad. El violín otoñal hace eco a su juventud crepuscular, ahora en un crepúsculo de veras.

La relación de Rosenmann con la tradición, y con la rima sobre todo, es muy otra. En su forma distintiva y por más de medio siglo, el poeta incorpora, interioriza y lucha con la métrica, con el peso del pasado que representa y con la herencia musical, originaria, que en ella se deposita. No la excluye a priori, sino que la expulsa y repele por intususcepción [6]. Más de una vez da la impresión de ser un nudo gordiano que no puede desatar ni cortar; a veces, una túnica de Neso que el poeta lleva como el don ardiente de Deyanira, del cual no quisiera despojarse y que lleva con bastante frescura. Rimas adentro, asonancia adentro, en la pleamar viva del soneto, del endecasílabo o del alejandrino, el poeta navega de meandro en meandro, en pos de su rumbo singular. Así, de isla en isla: de libro en libro, digamos, remando siempre a contracorriente, ara en las aguas de una tradición más que milenaria. Esa es su estela. Son los surcos, sus “surcos inundados”, aún en auge.

Notas

[1] En otra dirección, podría establecerse un eje comparativo con Uribe Arce y con el primer Arteche. Transeúnte pálido, que corresponde cronológicamente a los libros de Rosenmann de comienzos de los cincuenta que voy a comentar, está completamente exento de todo aparato métrico; por su lado, La nube (1949, fechado en 1947-48), un libro inicial de Arteche estrictamente sincrónico con Cortejo y epinicio, cultiva los modelos clásicos con sutileza, sin nunca coincidir con ellos. Este moldeamiento va a caracterizar gran parte de la producción de un poeta que, en lo esencial y con gran coherencia, escapará deliberadamente al espíritu de vanguardia.

[2] Cf. Homero: La Ilíada. Traducción directa del griego por José Gómez Hermosilla (ver “Discurso Preliminar”, donde se escribe: “resulta que en todos los endecasílabos sueltos es preciso evitar cuanto se pueda la proximidad de palabras consonantes y aun asonantes…”, 14-5).

[3] En lo que sigue, doy las páginas de las primeras ediciones de Los surcos inundados (Cruz del Sur), La enredadera… (Cruz del Sur) y Auge (LOM, 2007).

[4] En Tala (1938) y en Lagar (1954), donde Mistral se entrega a su más fuerte impulso de renovación estrófica, sus estrofas de arte mayor tienden siempre al número par de versos: 6, 8, 10, 12, etc. Las excepciones son muy pocas: unos cuantos tercetos, uno que otro quinteto o septeto. Las escasas estrofas de nueve versos se concentran en los “Recados” y en “Locas mujeres”; cuento apenas 3. (Cf. Poesías completas 582, 588 y 601).

[5] Esta es por lo menos la etimología que hoy se tiende a aceptar. Los lexicólogos han señalado otras, una del español arcaico (Corominas), otra procedente del lunfardo (Gobello; según este autor, el término lo habría creado Eduardo Gutiérrez), y aún otra, bastante fantasiosa, que lo hace derivar de “el hato errante” típico del inmigrante o vagabundo. En Hijo de ladrón, un amigo del protagonista empieza su vida de vagabundo en “unos enormes tubos” en “la dársena sur” del puerto (Rojas 418).

[6] Una nota pedante, cuya pedantería proviene de la cita que transcribe: “Intususception (von intus, inwendig, und suscipere, aufnehmen) ist die innige Aneignung fremder in der organischen Körper aufgenommenen Stoffe” (Krug 542). Kant hizo uso filosófico de la noción en su primera Crítica. Y otra nota, más agradable, relativa a la dualidad rima-música. Para Pasternak, aún después de sus años futuristas, “las rimas y los ritmos serán las notas de sus sinfonías” (cf. Henri Troyat 23, en trad. mía).

Obras citadas

Concha, Jaime. “Nace una singularidad: El primer libro de Rosenmann Taub”, Testo, Metodo… Atti del V Convegno Internazionale Interdisciplinare, a cura di D. A. Cusato, D. Laria, R. M. Palermo. Messina: Andrea Lipolis Editore, 2007, 23-40.

DuBois, Page. Sowing the Body. Psychoanalysis and Ancient Representations of Women. Chicago-London: University of Chicago Press, 1988.

Henríquez Ureña, Pedro. Estudios de versificación española. Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires, 1961.

Homero. La Ilíada. Trad. por José Gómez Hermosilla. Buenos Aires: Sopena, 1961.

Krug, Wilhelm T. Encyklopädisch-philosophisches Lexikon, Zweiter Auflage, Band 2, Leipzig, Brockaus, 1833, ed. fototástica, 1970.

Mistral, Gabriela. Poesías completas. Madrid: Aguilar, 1968. Nómez, Naín, editor. La Mandrágora. Surrealismo chileno: Talca, Santiago y París. Talca: Editorial de la Universidad de Talca, 2008.

Rojas, Manuel. Hijo de ladrón. Obras completas. Santiago: Zig-Zag, 1961, 418 Rosenmann Taub, David. Cortejo y epinicio. Santiago: Cruz del Sur, 1949. 2ª edición, Buenos Aires: Esteoeste, 1978. 3ª edición, Santiago: LOM, 2002.

---. Los surcos inundados. Santiago: Cruz del Sur, 1951.

---. La enredadera del júbilo. Santiago: Revista Atenea y Cruz del Sur. 1952.

---. Auge. Santiago: LOM, 2007.

---. Quince. Autocomentarios. Santiago: LOM, 2008.

Troyat, Henri. Pasternak, París: Grasset, 2006.