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“Música y poesía en David Rosenmann-Taub”
(Music and Poetry in David Rosenmann-Taub)

por José Ramón Ripoll (escritor y musicólogo)
ripollsalomon@gmail.com

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RESUMEN

La triple irrupción de Rosenmann-Taub en el mundo de la poesía, la música y el dibujo hace de su obra un todo indivisible con un único objetivo: un viaje al interior del propio ser como acercamiento a su esencia. Este artículo trata de aproximarse al mundo sonoro construido a partir de los versos del autor, las palabras y construcciones verbales, así como a su obra musical que, sin perder su propia independencia, se desenvuelve y desarrolla en un espacio evidentemente poético. Una totalidad alcanzada desde varios ángulos, disciplinas y materiales que actúan como vasos comunicantes.

Palabras clave: Rosenmann-Taub; poesía chilena; música contemporánea; dibujo.

ABSTRACT

Rosenmann-Taub's triple irruption in the world of poetry, music and drawing makes his work an indivisible whole with a single objective: a journey into the interior of one's own being as an approach to its essence. This article tries to approach the sound world built from the author's verses, words and verbal constructions, as well as his musical work that, without losing its own independence, unfolds and develops in an evidently poetic space. It is a totality achieved from various angles, disciplines and materials that act as communicating vessels.

Keywords: Rosenmann-Taub; Chilean poetry; contemporary music; drawing.

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Antes de que Mallarmé, Baudelaire o Poe fijaran en el hecho musical el principio de la poesía moderna, Pitágoras, Platón, Ptolomeo o Quintiliano (1996: 36-37) habían otorgado al binomio música-poesía la categoría de fenómeno natural que inauguraba el principio del verbo, es decir, el proyecto del alma humana. La armonía celeste zumbaba en el interior de los hombres como previo paso a la palabra o al logos, y es en la vibración de ese primer signo con la lengua donde surge una serie casi infinita de significantes y significados. Esta polisemia sonora va construyendo el pensamiento y, a su vez, un sistema de imágenes y metáforas para explicarnos la realidad más allá de lo que aparentemente vemos y tocamos. La palabra y su música origina la poesía entonces como un lenguaje interior, a veces subterráneo, que nos canta la raíz profunda de esa realidad. El poema como construcción verbal no es nada sin una paralela disposición sonora que cimente los muros de esa casa que el poeta nos ofrece para buscar refugio y conocimiento. La música concibe el poema a través de sus ritmos y silencios, colmando las palabras de ecos antiguos y lejanos para hacerlas sonar paradójicamente como nuevos. Toda esta divagación viene al caso tras haber leído y escuchado parte de la obra poética y musical de David Rosenmann-Taub, incompresible o incompleta la una sin la otra, sin hablar de su faceta como dibujante, que viene a reforzar la teoría del autor sobre la apreciación de la vida, no ya desde ángulos diferentes, sino desde distintas posiciones formales, con la intención de penetrar más en su complejo armazón.

“Leyendo” al poeta desde sus primeros escritos ya se tiene la sensación de estar “oyendo” otra cosa, producida no solamente por el fluir natural de su versificación, sino por la estructura sonora de su lenguaje, que bien parece música sin tener que recurrir a otro instrumento que el de la voz interior del propio lector:

Éntrame, abrojo: mecerte,
quiero mecerte, mecerte,
naufragio niño,
riciales / destellos, aguzanieves (Rosenmann-Taub, 2010: 58).

La virtud estriba en otorgar al verso octosilábico un ritmo entrecortado, donde cada una de las palabras guarda en sí misma una independiente musicalidad, que en consonancia con las otras, edifica una estrofa tan singular como novedosa. En ese mismo poema, titulado “Requiem” y perteneciente al libro De los surcos inundados, de 1951, se sucede una serie de cuartetas que alcanzan cierta radicalidad, en cuanto al uso de expresiones locales cotidianas, encajadas perfectamente con el fin de subrayar su son, incluso por encima del valor semántico de las palabras.

Upa, triguito, ravé,
otra naanca , dulzura,
teno fío, teno fío,
teno fío, el cuco, upa (59).

Lo que podría sonar a una derivación de la poesía negra antillana, estilo Palés Mato o Nicolás Guillén, adquiere aquí un timbre muy peculiar y único en la poesía chilena e hispanoamericana de la época. Y es que, sin renunciar a la capacidad intrínseca de la poesía, como portadora de significados profundos que se esconden detrás del aparente enunciado, la música aflora como elemento esencial o, al menos, como sustancia equivalente y necesaria para que el poema logre su verdadera entidad.

En ocasiones, el poema va acompañado del fragmento de la partitura a la que hace referencia, como es el caso de “Homenaje a Debussy”, del mismo modo que Gerardo Diego llevara a cabo en la edición Nocturnos de Chopin con cada uno de los poemas que componen el libro (Diego, 1963). Pero mientras este último intenta parafrasear con palabras al compositor polaco o evocar en voz baja los sentimientos que cada pieza le producía al tocarla al piano, Rosenmann-Taub abunda en las armonías impresionistas del músico francés, no imitándolas, sino aupándose en ellas para recrear en un segundo plano su dicción personal. Se trata de un juego a dos voces entre lo que podríamos considerar como herencia del modernismo –“Calentará mis días su fragancia lejana, / y el sol, amarillento, brillará un poco más… (R-T, 1996: 49) y un acento cargado de aventuradas disonancias, más propio de las vanguardias y del mundo tonal de Debussy:

Allá, lino en el lino, lino:
‘Tócame, clepsidra:
hierba de la brisa,
la flor de mi vientre: glaucas alquerías.’ (R-T, 2010: 49).

El poema se funde con la música del otro, arrancándole así a la obra original las palabras que no posee, e incluso existe en su discurso un ligera remembranza de cómo Debussy utilizaba magistralmente las palabras, haciéndolas sonar de forma diferente a todos sus antecesores, como ocurre en Peleas y Melisande.

Pero no es nuestro poeta un músico que necesita la palabra para transmitir la abstracción lograda en sus composiciones. La palabra y la música son en él consecuencias de una misma inquietud y así se manifiestan. Conviene recordar que con dos años de edad, ya fue introducido en el mundo de la música por su madre, que era una considerable pianista, y antes de cumplir los cuatro escribe sus primeros poemas, alentado por su padre, lector inteligente y políglota, que le marcaría el camino hacia la literatura. Es decir, tanto una inquietud como la otra se dirigen al mismo sitio por diferentes veredas que se bifurcan y se vuelven a encontrar continuamente. La palabra, aunque actúe como célula sonora, no se conforma con su resonancia, ni mucho menos con su función como significante, sino que, a partir de su naturaleza musical, se carga de contenido, generando a partir de sí misma un pensamiento poético lo suficientemente afilado para escarbar en el pozo de la existencia, que, al fin y al cabo, es la mayor motivación –más que preocupación– de nuestro artista. La palabra es entonces pala y cincel al mismo tiempo, pues remueve hasta desenterrar el ser interno para esculpirlo y darle forma después: una relación mística, más con la tierra que con la divinidad, con la sustancia de uno mismo, a veces tan oculta por las capas del intelecto que es casi imposible relacionarse con ella cercanamente. En definitiva, estamos ante una labor de arqueología, donde el poeta descubre su propio yacimiento para iniciar la búsqueda, no ya de su propia identidad –que no importa, y hasta puede llegar a interferir en el proceso de exploración–, sino de la esencia de ese ser que paradójicamente lleva a contemplar la totalidad desde “lo que queda”. Es evidente la concomitancia de Rosenmann-Taub con Juan Ramón Jiménez, como bien han señalado Álvaro Salvador y Erika Martínez (R-T, 2010: 25), tanto en intención como en logro, o en forma como en fondo, si es que podemos separar ambos conceptos cuando hablamos de poesía y música. La última época del Nobel español fluctúa por la poesía más metafísica del chileno, la más última también. En el prólogo a Espacio, Juan Ramón se sirve de una carta enviada a Luis Cernuda en 1943 donde señala:

Creo que la escritura poética, como en la pintura o la música, el asunto es retórica, lo que queda la poesía. Mi ilusión ha sido siempre ser cada vez el poeta de lo que queda, hasta llegar un día a no escribir… Pero toda mi vida he acariciado la idea de un poema seguido sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz, la ilusión sucesiva, es decir, por los elementos intrínsecos, por su esencia. Un poema escrito que sea a lo demás versificado, como es por ejemplo la música de Mozart o Prokofieff, a lo demás música; sucesión de hermosura más o menos inesplicable y deleitosa (Jiménez, 1982: 64-65).

Estas palabras pueden ser asumidas por Rosenmann-Taub con respecto a su concepción del poema. En su caso, “la expresión de la idea” tiene ya su propio ritmo y nace de un concepto literario y musical a la vez. “Sin la unidad expresionrítmo (sic) no hay poema, Cuando es arbitraria esta unidad , la obra no es artística. Es artificial” (Berger, 2005).

Al contrario de los miedos a la música de las palabras expresados por Miguel de Unamuno, como si aquella fuera a inundar los significados de estas, hasta el punto de hacerlas navegar a la deriva por un océano incontrolable, y a pesar de la conexión metafísica existente entre ambos poetas –sobre todo en cuanto al sentimiento trágico de la existencia se refiere, entendiendo por trágico, en el caso de Rosenmann-Taub, la capacidad trascendente de traspasar la realidad para contemplar el verdadero rostro de la vida, paradójicamente en una oscuridad luminosa–, este sabe positivamente que sin música no hay viaje que valga, porque es imposible llegar a la otra orilla sin sufrir temporales, llamadas de sirenas y, tal vez, algún naufragio que otro. Pero siempre hay que estar en el sitio del timonel, bien acariciando las olas en su sonar constante y melodioso, bien sorteando su ímpetu encrespado y a contracorriente o, en el peor o mejor de los casos –no se sabe– enfrentándose a la fuerza desgarradora de su rebeldía, sin dejar de escuchar el concierto de la tempestad, porque de ese presunto caos sonoro surgirá la palabra necesaria para expresar el límite. Unamuno decía:

¿Música? ¡No! No así en el mar de bálsamo me adormezca el alma;
no, no la quiero;
no cierres mis heridas –mis sentidos– al infinito anhelo.
Quiero la cruda luz, la que sacude
los hijos del crepúsculo (Unamuno, 1946: 49).

Temía el adormecimiento; él, que anhelaba estar despierto hasta en la hora de la muerte para ser testigo de su resurrección en su mismo cuerpo y con sus mismas ropas. Nuestro poeta, sin embargo, lejos del sí y el no, solo de “vez en noche” siente la realidad como un instante suyo y escribe:

Cuando de vez en noche soy real,
sobre el teclado azul de mi estandarte
aúlla el horizonte vertical.
Piano del mundo, déjame afinarte (2010: 140).

El mundo está evidentemente desafinado y quiere el autor del poema ajustarlo, no para que la música que se desprenda del instrumento que le va a acompañar toda la vida suene afinada desde un punto de vista tonal y armónico, que no es intención ni deseo, sino necesidad de construir sonoramente el caótico movimiento del huracán al que nos referíamos más atrás. Y eso lo podemos comprobar escuchando su obra estrictamente pianística, difícil de interpretar, no ya debido a su intrincada digitación o a la casi simultaneidad de notas semiunísonas, alejadas del concepto tradicional de notas de adorno o de paso, sino a través de la tensión continuada que exige su dinámica, muy semejante a la lectura del poema, donde cada uno de sus signos expresivos y matizaciones requiere una naturaleza especial. Tanto es así, que cuando Claudio Arrau escuchó al compositor tocar algunas de sus propias obras en un ensayo, le recomendó que fuera él mismo quien las grabara. Seguramente, no porque el pianista universal no fuera capaz de ejecutarlas, sino porque vislumbraba en el musipoeta esa doble cualidad artística sin la que sus partituras perderían cierto aliento en las manos de otro (2006). Y no puede decirse que su música dependa de una previa concepción literaria ni programática, ya que el carácter poético que la caracteriza estriba en su sustancia eminentemente sonora. Solamente en las dos versiones de la suite En un lugar de la sangre –para voz y piano, y piano solo–, inspiradas en el Quijote, se dibuja una línea argumental tan imperceptible como abstracta. El texto cervantino funciona como objeto de libre inspiración, desde el que se desarrolla un discurso propio, sin ningún sometimiento al relato. La suite recrea imágenes nuevas a partir de la lectura del libro. En verdad es un libro paralelo dividido en varias partes, que comienza con “Dedicatoria” y finaliza con “Vale”.

La autonomía sonora de la producción musical de Rosenmann-Taub, ya sea pianística, de cámara o de otros géneros, no funciona al margen de la poesía, porque el autor piensa en el poema cuando compone y en música cuando escribe. Su música es tremendamente poética sin tener que recurrir a otra cosa que no sean los signos convencionales del lenguaje musical, aunque esta no sea nada convencional desde un punto de vista expresivo. De la misma forma que su poesía se fundamenta en una inmensa sonoridad que va construyendo un mundo de ideas y pensamientos propios. En una entrevista realizada por Romina de la Sotta para Radio Beethoven, nuestro autor declara:

Cuando Pedro Humberto Allende, mi profesor de composición, armonía y contrapunto, me trató de convencer de que yo tenía que dedicarme sólo a la música, le dije: «Estudio poesía para la música y música para la poesía ». Fue una forma de manifestarle que yo no iba a abandonar ninguna de las dos. Una contestación correcta habría sido decirle que yo estudiaba astronomía y física y botánica para la música, y estudiaba música para la astronomía y la física y la botánica –porque todo es una unidad–. Y, también, una manera, lo menos parcial posible, de estudiarme a mí mismo (2008).

Es decir, tanto la música como la poesía son formas de indagación y conocimiento interior que responden a una misma llamada o interrogación, pero con registros diferentes en sus respuestas que, a pesar de la emancipación de sus respectivos lenguajes, permanecen trenzadas. Estudiar poesía para la música es llenar a esta última, no de significados concretos, sino del eco de la primera palabra, es nombrar por medio del sonido, mientras que estudiar música para la poesía es dotar a la palabra de las alas apropiadas para emprender su vuelo. Si la música muestra la abstracción total del lenguaje, la poesía revela el lenguaje de la abstracción.

El piano es su instrumento principal, recogido como herencia materna, y al que dedica gran parte de su catálogo. Posiblemente la poesía halle en el atril del teclado su lugar más adecuado. Podría tocarse su poesía porque muchos de sus versos ejercen de núcleo sonoro capaz de desarrollar una serie de variaciones musicales que, con casi toda seguridad, han acabado por convertirse en una pieza autosuficiente. El mismo procedimiento puede seguir su sentido inverso, como hemos apuntado más atrás. Una célula, compás, tema o motivo sonoro bien pudiera ser el principio de un poema, desenvuelto en palabras, en lugar de notas dispuestas en el pentagrama. Suenan las teclas del piano en cada una de sus sílabas, igual que brotan las metáforas en cada acorde o sucesión rítmica. En otra entrevista concedida a Beatriz Berger y aparecida en El Mercurio, Santiago de Chile, en 2002, nuestro autor incidía en esta correlación:

Un poema es un fenómeno gráfico, mental y sonoro. En cierto modo, un verdadero poema es una partitura. Lo mismo que si vamos a leer un texto de Chopin o Schönberg. Todo poema, en mí, tiene su partitura. En Quince, un libro que espero publicar pronto, comento algunos de mis poemas, e incluyo sus partituras. Si el lector no lee correctamente, ¿cómo va a entender? (2002).

Lejos de lo que se entiende por música textual, tendencia adoptada entre los años sesenta y setenta, en la que se interpretaba e improvisaba una obra sonora a partir de un texto escrito, la propuesta de nuestro autor es otra bien diferente. Partiendo de su descreencia en la improvisación estima, sin embargo, que el poema alcanza su plenitud en la oralidad, en la lectura marcada por el propio poeta, en la entonación, en el silabeo abierto o cerrado y en las pausas. Para ello desentraña el ritmo del poema como si fuera una partitura para percusión en una sola línea, marcando la duración de cada fonema y sus silencios y señalando sus ligaduras, como sucede en “Schabat”(R-T, 2010: 155), un estremecedor y audaz soneto en blanca rima, donde se evoca la luz del candelabro , mientras “los muertos se sacuden” y la madre mira con los ojos cerrados, invocando a los difuntos para que protejan a la familia, según el comentario que el autor hace del poema (156), perteneciente a Quince. O en el poema sin título del mismo libro, antes ya mencionado:

Como se observa, el texto adquiere así una rítmica especial, que crea un ambiente cadencioso y decisivo a la par. Podríamos incluso pensar que el autor se inmiscuye en nuestra lectura interior, dictándonos el son de cada verso. Pero lejos de imponer su dicción, nos sugiere una cierta simetría que intensifica el clímax del poema y amplía los márgenes de libertad interpretativa.

El piano y su timbre es además su mundo, el mundo del poeta, la conexión sonora con su origen –su madre, su ser íntimo, su infancia–, y la palabra consecuencia de esa insistencia en el sonar. Para Rosenmann-Taub el piano es un instrumento autónomo que habla, casi tiene vida y aliento, necesita comunicarse con sonoridades equivalentes y así, pensando que los conciertos para orquesta son una excusa para el lucimiento del solista, intenta hacer dialogar piano con piano. Y no dos, sino tres, cuatro, cinco y seis, según su serie Fuegos naturales –cinco trabajos de 1997 que suman cerca de seis horas de música– o las Sonatinas de amistad para dos pianos, repartidas en cuatro cuadernos, ambas obras de 1997. Las sonoridades producidas por tal debate instrumental producen un efecto parecido a las palabra en la calle, un paisaje donde el habla es el protagonista principal, dando lugar a un nuevo concepto tímbrico que, en sí mismo, es una especie de orquesta privativa, en la que el compositor se mueve con soltura y a sus anchas. Este procedimiento que, en principio, podría resultar un tanto monocromático, abre, sin embargo, un abanico de colores diversos como resultado de un sutil manejo de la superposición instrumental, pues no se trata solo de hacer solo sonar en buena armonía a un conjunto pianístico, sino de crear un sonido propio y múltiple a la vez, no por ambición renovadora, sino como necesidad expresiva del autor para desarrollar un discurso que solamente podría hacerse dentro de ese espacio.

Rosenmann-Taub es un artista que viene de lejos. Es decir, que ha conocido la música, del mismo modo que la poesía o la pintura en su tradición. Se ha sumergido en el pasado de ambas disciplinas para extraer de ellas las herramientas que le ayuden a aprender a ser libre y seguir buscando dentro de sí mismo. En la obra Conversaciones, de 1997, dialoga con aquellos otros músicos que han dejado su huella en tal aprendizaje: Domenico Scarlatti, Johann Sebastian Bach, Händel, Telemann, Couperin, Louis Claude ’Aquin, Carl Philipp Emanuel Bach, Krebs, Haydn, Mozart, Schubert, Beethoven, Weber, Czerny, Schumann, Chopin, Mendelsshon, Heller, Chaikovski y Brahms respectivamente. Se sienta con cada uno de ellos y, sin abandonar su voz, escribe su propia pieza, interiorizando, no el estilo ni la forma del otro, sino la esencia creativa de aquellos que considera como sus maestros. Este magistral tributo se abre y se cierra con un prólogo y epílogo “dictado” por Franz Liszt, en quien nuestro actor se reconoce y de quien asume la amplia fragancia de sus armonías y el carácter poético de su música.

Por otra parte, situar al compositor en su tiempo y entre sus contemporáneos es tarea difícil sin correr el riesgo de equivocarse, porque estamos ante una obra en marcha que no entiende de modas, ni busca incorporarse a ningún estilo al uso. Nuestro autor ha preferido trabajar apartado y en silencio, sin dedicarse a la promoción de su obra, y justo ese aislamiento le ha procurado una voz clara y distinguible en una isla independiente. No obstante, los ecos de Stravinski, Shostakovich, Hindemith o Berg lo impulsan a un presente que, sin romper radicalmente con la tradición, en cuanto a cierto mantenimiento melódico, rítmico y armónico, abre ventanas a la expresividad y a la comunicación sonora.

Si música, dibujo y poesía poseen su propia formulación para expresar el mundo, este mismo mundo devuelve al artista su compleja estructura en forma de totalidad. Así, tres idiomas distintos se interfieren entre sí, se prestan elementos, dialogan, se enfrentan y fundamentan en su consustancialidad, manteniendo sus códigos lingüísticos, sus acentos, modismos y motores expresivos, haciendo de David Rosenmann-Taub uno de sus más fieles traductores.

Bibliografía

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Diego, Gerardo (1963). Nocturnos de Chopin. Bullón: Madrid.

Jiménez, Juan Ramón (1982). Espacio. Edición y estudio de Aurora de Albornoz. Editora Nacional: Madrid.

Quintiliano, Arístides (1996). Sobre la música. Introducción, traducción y notas de Luis Colomer y Begoña Gil. Editorial Gredos: Madrid.

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Unamuno, Miguel (1946). Antología poética. Prólogo de José María Cossío. Colección Astral. Espasa Calpe: Madrid.

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Este artículo ha sido publicado en el número 17 (2016) de la Revista Letral. Revista Electrónica de Estudios Transatlánticos de Literatura.

This article was published in Revista Letral, number 17, 2016. Electronic Journal of Transatlantic Literary Studies.